jueves, 21 de noviembre de 2013

Principe sin reino, el deslenguado Henryk


 Horas antes de que su esposa sacara a relucir sus tiaras historiadas y alguno de sus vestidos divertidos, que no hacen nada por disimular sus extraños gustos, él decidió permitir la publicación de una entrevista, ofrecida a uno de los diarios de mayor circulación danesa, en la que, palabras más, palabras menos, anunciaba un divorcio real y decía unas cuantas barbaridades que tenían a sus súbditos – los de su esposa, valga decir – desayunando con el escándalo untado en las tostadas. Su esposa aterrada, aunque no del todo sorprendida, salió corriendo a tratar de aplacar las aguas y Guillermo y Máxima de los Países Bajos se quedaron con una corona menos en su boda.  Una vez en casa, se logró poner orden en el estropicio mediático, pero fue una señal clarísima de que el príncipe consorte era de todo, menos  un hombre feliz.
Quizás no podía serlo; el diplomático francés Henri-Marie-Jean-André, Conde de Laborde de Monpezat, convertido en  S.A.R. el Príncipe Consorte Enrique de Dinamarca,  Conde de Monpezat;  desde que nació, en Talence, Gironda, Francia, el 11 de junio de 1934 estuvo preparado para ser un aristócrata tranquilo que sabia huir de sobresaltos dedicándose a una pasión cultivada desde siempre: la literatura; pero, realmente, no para  enamorarse de una princesa heredera, altanera e irrepetible, salir corriendo (el 3 de septiembre de 1966) en el primer vuelo a Copenhague, aceptar públicamente su enamoramiento y renunciar a su nacionalidad, su nombre, su religión y su lengua.  Habían planeado un matrimonio secreto después de conocerse en Londres, cuando él era secretario en la embajada francesa y caer rendidos de amor el uno por el otro; pero, ese plan escondido no fue posible: la prensa se enteró y el escándalo fue mayúsculo. Nadie estaba preparado para que algo así sucediera en la vida de la princesa.  No les quedo alternativa, se casaron el 10 de junio de 1967 delante de todos los daneses y con total aceptación de la Corte.  No obstante, el Conde francés, ahora convertido en Príncipe Danés, estaba completamente perdido, sin un trabajo formal al que dedicarse y empezando, quizás, a amontonar rencores.
Han transcurrido 37 años desde entonces y Henryk ha ido lentamente adaptándose a su destino irrenunciable de hombre de la casa del Palacio Real de Copenhague (Un divorcio de la Reina, a pesar de los pesares, es impensable)  contribuyendo seriamente al desarrollo cultural del país que lo ha asumido como propio, a pesar de cuentas pendientes que el deslenguado Príncipe, no ha vacilado en airear a los cuatro vientos y que muchos piensan es la causa principal de sus depresiones, más o menos recurrentes, que se resuelven mediante temporadas de refugio en su castillo de Caix, donde posee viñedos, cría animales y se dedica a estudiar para mantenerse alejado de la corte en esos días en que las cosas se ponen demasiado duras para soportarlas. Lógicamente, sus devaneos han levantado mucha roncha desde siempre, al punto de crearle conflictos con sus hijos e incluso con el alto gobierno (representado por su esposa SM La Reina Margarita de Dinamarca) a los que él hace lo posible por pasarles de lado.
Es un hombre de vastísima cultura y exquisita formación, habla seis idiomas, toca el piano con absoluta soltura, es un experto en temas como la agricultura, el negocio vitivinícola, el arte y la literatura, en la que no solo destaca como lector apasionado: ha compilado un par de antologías de poesía, un libro de memorias (bastante discreto para lo que se esperaba a tenor de su talante declarativo) y varias traducciones del francés entre las que destaca, por su enorme reconocimiento internacional, la traducción que realizó junto a su esposa, la reina, de la estupenda obra de Simone de Beauvior "Todos los hombres son mortales" .   Eso sin duda ha servido para que el Príncipe empiece a conseguir un nicho que lo sitúe al lado de la Jefe de Estado, convirtiéndolo en consejero y constante apoyo para  sus labores, aunque de forma bastante sosegada.
Uno de sus últimos arranques ha tenido que ver con la aprobación en referéndum de la equiparación de sexos en su Ley de Sucesión al trono. El Príncipe consorte, ni más ni  menos, ha pedido obtener su derecho (por encima de su hijo el heredero) a desempeñar labores de regencia, en reclamo de la igualdad con su esposa. Sin comentar el resultado de la votación, sus argumentos no pueden ser más claros: "Hay un hombre que se ha casado con una reina y espero que los varones alcancen condiciones de igualdad con las mujeres. Durante años he sido el número dos en Dinamarca, y es un papel del que estoy satisfecho. Pero no quiero, después de tantos años, verme degradado al tercer rango como un acompañante cualquiera, lo haría todo por Dinamarca, pero ¿por qué subestimarme y decepcionarme continuamente?".
El gran estallido ocurrió al cumplir 75 años, se marchó de Palacio y se instaló en su castillo de Caix, que es su propiedad personal, heredada de la familia y no se cuenta como propiedad de la familia real danesa, a donde fue necesario instalar un “consejo de familia” que hizo lo posible por darle un poco de paz a la depresión del Príncipe. Desde entonces, se le ve más, pero solamente en aquellas ocasiones en las que él desea hacerlo y sus obligaciones oficiales han disminuido notablemente, obteniendo total independencia para entrar y salir, viviendo a caballo entre Caix y Copenhague, para tranquilidad de todos, en especial de su esposa, a quien le toca capotear con paciencia lo que significa un respiro. Por lo menos el Príncipe ha renunciado a sus aparatosos uniformes de utilería y sus declaraciones destempladas, entre las que se cuentan, para  horror de los amantes de los animales, que alguna vez dijera que le gusta comer carne de perro y describiera ampliamente el gusto de dicha carne, la califico de “seca” comparándola con la de ternero. Para matizar, hablo del  amor incondicional de la familia real danesa a los perros de raza teckel. "Nunca decepcionan y no pueden cotillear", comentó; atreviéndose a decir que si creyese en la reencarnación, lo que más le atraería sería una nueva vida como teckel de la casa real. Todavía lleva bastante mal que sea su hijo el que lo sustituya en ocasiones oficiales, cosa que como es obvio, sucede cada vez más a menudo, dado su carácter de heredero. "Yo soy el Primer Hombre, no mi hijo. ¿Por qué debe ser todo tan complicado?", se preguntó, recordando que en Estados Unidos existe el título de Primera Dama. "¿Por qué no el de Primer Hombre?" fue su respuesta cuando tuvo que referirse justamente a esa situación.  Tal vez sin recordar que en Estados Unidos, La Primera Dama no sustituye al presidente en ninguna ocasión protocolaria en la que este no pueda cumplir.
En todo caso, al acercarse a la vejez, ambos han conseguido ir asentándose en una tranquila convivencia que le hace bien a la Corona, en momentos en que a un 25% de los daneses no les importa en absoluto el futuro de la familia real. Conscientes del importante deber que le corresponde vivir en la práctica, para disminuir esa brecha negativa, SAR Henryk Príncipe de Dinamarca, está aprendiendo a guardar sus comentarios inconvenientes dentro de lo que es norma en la realeza: la discreción absoluta. Si eso no lo hace feliz, por lo menos su historia siempre servirá para contarnos la de un amor que trascendió todos los requiebros de la juventud, del poder y de la vida misma.

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