Horas antes de que su esposa sacara a
relucir sus tiaras historiadas y alguno de sus vestidos divertidos, que no
hacen nada por disimular sus extraños gustos, él decidió permitir la
publicación de una entrevista, ofrecida a uno de los diarios de mayor circulación
danesa, en la que, palabras más, palabras menos, anunciaba un divorcio real y
decía unas cuantas barbaridades que tenían a sus súbditos – los de su esposa,
valga decir – desayunando con el escándalo untado en las tostadas. Su esposa
aterrada, aunque no del todo sorprendida, salió corriendo a tratar de aplacar
las aguas y Guillermo y Máxima de los Países Bajos se quedaron con una corona
menos en su boda. Una vez en casa, se
logró poner orden en el estropicio mediático, pero fue una señal clarísima de
que el príncipe consorte era de todo, menos
un hombre feliz.
Quizás no podía serlo; el diplomático
francés Henri-Marie-Jean-André, Conde de
Laborde de Monpezat, convertido en S.A.R. el Príncipe Consorte Enrique de
Dinamarca, Conde de Monpezat; desde que nació, en Talence, Gironda,
Francia, el 11 de junio de 1934 estuvo preparado para ser un aristócrata
tranquilo que sabia huir de sobresaltos dedicándose a una pasión cultivada
desde siempre: la literatura; pero, realmente, no para enamorarse de una princesa heredera, altanera
e irrepetible, salir corriendo (el 3 de septiembre de 1966) en el primer vuelo
a Copenhague, aceptar públicamente su enamoramiento y renunciar a su
nacionalidad, su nombre, su religión y su lengua. Habían planeado un matrimonio secreto después
de conocerse en Londres, cuando él era secretario en la embajada francesa y
caer rendidos de amor el uno por el otro; pero, ese plan escondido no fue
posible: la prensa se enteró y el escándalo fue mayúsculo. Nadie estaba
preparado para que algo así sucediera en la vida de la princesa. No les quedo alternativa, se casaron el 10 de
junio de 1967 delante de todos los daneses y con total aceptación de la
Corte. No obstante, el Conde francés,
ahora convertido en Príncipe Danés, estaba completamente perdido, sin un
trabajo formal al que dedicarse y empezando, quizás, a amontonar rencores.

Es un hombre de vastísima cultura y exquisita formación, habla seis idiomas, toca el piano con absoluta soltura, es un experto en temas como la agricultura, el negocio vitivinícola, el arte y la literatura, en la que no solo destaca como lector apasionado: ha compilado un par de antologías de poesía, un libro de memorias (bastante discreto para lo que se esperaba a tenor de su talante declarativo) y varias traducciones del francés entre las que destaca, por su enorme reconocimiento internacional, la traducción que realizó junto a su esposa, la reina, de la estupenda obra de Simone de Beauvior "Todos los hombres son mortales" . Eso sin duda ha servido para que el Príncipe empiece a conseguir un nicho que lo sitúe al lado de la Jefe de Estado, convirtiéndolo en consejero y constante apoyo para sus labores, aunque de forma bastante sosegada.
Uno de sus últimos arranques ha tenido que ver con la aprobación en referéndum de la equiparación de sexos en su Ley de Sucesión al trono. El Príncipe consorte, ni más ni menos, ha pedido obtener su derecho (por encima de su hijo el heredero) a desempeñar labores de regencia, en reclamo de la igualdad con su esposa. Sin comentar el resultado de la votación, sus argumentos no pueden ser más claros: "Hay un hombre que se ha casado con una reina y espero que los varones alcancen condiciones de igualdad con las mujeres. Durante años he sido el número dos en Dinamarca, y es un papel del que estoy satisfecho. Pero no quiero, después de tantos años, verme degradado al tercer rango como un acompañante cualquiera, lo haría todo por Dinamarca, pero ¿por qué subestimarme y decepcionarme continuamente?".

En todo caso, al acercarse a la vejez, ambos han conseguido ir asentándose en una tranquila convivencia que le hace bien a la Corona, en momentos en que a un 25% de los daneses no les importa en absoluto el futuro de la familia real. Conscientes del importante deber que le corresponde vivir en la práctica, para disminuir esa brecha negativa, SAR Henryk Príncipe de Dinamarca, está aprendiendo a guardar sus comentarios inconvenientes dentro de lo que es norma en la realeza: la discreción absoluta. Si eso no lo hace feliz, por lo menos su historia siempre servirá para contarnos la de un amor que trascendió todos los requiebros de la juventud, del poder y de la vida misma.