viernes, 25 de octubre de 2013

El Bautizo de Su Alteza



Pocas ocasiones son tan convenientes para una familia real como la presentación en público de sus nuevos miembros. Bien porque aseguran la continuidad, bien porque aprovechan el tirón de alegrías que produce el nacimiento de un hijo, bien porque de alguna manera los acerca, en un nivel puramente humano, a su condición de “familia normal” o simplemente porque desde que el mundo es mundo, un bebe simboliza todas las bondades, celebrar con los súbditos (o hacer creen que eso hacen) los acontecimientos que poco a poco van formando el carácter de un “noble” es, posiblemente, el gran recurso del que las familias reales disponen para mantenerse en su sitio a pesar de todos los vientos que estremecen ese sitio.
Nadie sabe mejor de eso, que la Familia Real Británica. Atornillados en un trono cuya legalidad no se pone a prueba, ni por chiste, casi nunca; los estiradísimos Windsor´s han sacado provecho de cada evento familiar, para recordarle al mundo que nadie como ellos para hacer las cosas con propiedad de testa coronada y eso, fascina a sus súbditos y vende periódicos como ninguna otra cosa. Tal vez sea esa la razón por la que cada acontecimiento familiar, por pequeño que sea, en el que se reúnen despierta una polvareda mediática que, la mayoría de las veces, es digna de mejor causa.
Así ha sucedido con el bautizo de Su Alteza Real el Príncipe George Alexander Louis de Cambridge (Nacido en Londres el 22 de julio de 2013) e hijo unigénito del príncipe Guillermo de Cambridge y de su esposa Catalina de Cambridge, nieto de SAR Carlos, Príncipe de Gales (y eterno heredero a una corona que se resiste a posarse sobre su sien) y de la difunta -nunca bien llorada Lady Di, Princesa de Gales- y bisnieto de Su Majestad Isabel Segunda, por la Gracia de Dios, del Reino Unido de la Gran Bretaña y de Irlanda del Norte y de sus otros Reinos y Territorios, Reina, Jefa de la Mancomunidad de Naciones y  Defensora de la Fe. Por tanto, es el tercero en la línea de sucesión al trono británico y a los tronos de los dieciséis reinos independientes de la Mancomunidad de Naciones, tras su abuelo y su padre  y,  posiblemente, el bebe real más aclamado, esperado y mediatizado de las ultimas décadas.  Sucedió ayer, en la capilla privada del palacio de St. James, el lugar en que reposaron los restos de su abuela Diana tras el fatídico accidente; uno de los sitios reales menos expuestos a la curiosidad de la prensa internacional y residencia privada de algunos de los miembros de la familia.
Fue exactamente lo que se suponía tenía que ser: una fiesta privada, discreta y muy elegante, a la que, de todos modos, tuvo acceso la prensa internacional de mano de un fotógrafo de comprobadas credenciales y fama, quien se ocupó de reproducir de manera oficial la ceremonia, para deleite de todos los que consideran su derecho, estar enterados de lo que esa familia hace. El resultado: un momento más de la realeza británica al que la prensa la ha dado toda la publicidad del mundo, con la venia de ellos, aunque parece que no. Una vez más, SM Elizabeth II sacó a pasear joyas históricas, las damas de la casa sombreros de gran tra-la-la y abrigos hechos-para-la-ocasión y los, cada vez más apuestos, muchachos de la familia dejaron saber porque son príncipes bien educados a pesar de sus escándalos.
Al lado de ese nuevo sarao real, ninguna otra familia con la misma prestancia puede presumir de saber estar. Es lo que tienen los británicos, aunque no sea tan azul a la sangre que corre por sus venas, ni tan limpio el historial que la estirada abuela intenta mantener en alto desde un despacho historiado en el muy lustroso Buckingham Palace.  

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